Hay días en los que la humanidad se mira al espejo y decide que va a cambiar. Lo hace con la misma determinación con la que uno anuncia en Nochevieja que este año sí dejará de fumar, empezará yoga o amortizará la cuota del gimnasio en lugar de ir solo a usar la sauna. El 10 de diciembre de 1948 fue exactamente eso: un planeta entero prometiéndose solemnemente que, a partir de entonces, todos los seres humanos serían libres e iguales. Un propósito de Año Nuevo con membrete diplomático.. Spoiler: en 1948 nadie se había leído los Derechos Humanos antes de firmar.. La gracia, tragicómica, es que ningún país que levantó la mano cumplía lo que acababa de aprobar (firmaron con una mano mientras cruzaban los dedos de la otra a la espalda). Ni uno. No había un solo Estado donde las mujeres gozaran de igualdad civil plena; ninguno donde los negros o los indígenas fueran ciudadanos con derechos equivalentes a los blancos; ninguno donde la orientación sexual no fuese delito o estigma. La ONU proclamó igualdad universal mientras la desigualdad estaba incrustada en las leyes, las costumbres y las instituciones de todos los firmantes, sin excepción. Fue un ejercicio global de optimismo performativo: el lunes empezamos la dieta, dicho con traje oscuro y protocolo.. En 1948, muchos Estados ya permitían votar a las mujeres, sí, pero votar no es sinónimo de igualdad. En Francia una mujer casada no obtuvo plena capacidad jurídica hasta 1965; en los Países Bajos, hasta 1956; en Italia, la patria potestad exclusiva del padre sobrevivió hasta 1975. En México, Colombia o Egipto, todos miembros, el sufragio femenino llegaría después. Y en varios países árabes firmantes, regían sistemas de tutela masculina que convertían la igualdad en un oxímoron jurídico. Básicamente, te reconocían el derecho a ser igual que tu marido, siempre y cuando él te diera permiso por escrito para serlo. El voto, cuando existía, era apenas una cortina de humo sobre una arquitectura legal que seguía tratándolas como menores de edad con estado civil.. «Francia, Reino Unido, Bélgica y Países Bajos administraban imperios coloniales cuyos habitantes no eran ciudadanos, sino súbditos». Mientras tanto, Estados Unidos aprobaba la igualdad universal con las leyes Jim Crow funcionando a pleno rendimiento: impuestos al voto para negros, tests de alfabetización imposibles, segregación en escuelas, autobuses, fuentes de agua y baños. Sudáfrica estrenaba el apartheid ese mismo año. Francia, Reino Unido, Bélgica y Países Bajos administraban imperios coloniales cuyos habitantes no eran ciudadanos, sino súbditos bajo regímenes de excepción. La homosexualidad era delito en buena parte del planeta, incluidos varios firmantes entusiastas.. Y aun así, todos rubricaron, con admirable entereza, que “todas las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Lo extraordinario, y lo más teatral, es que esa frase no existiría sin las pocas mujeres presentes en la sala, que tuvieron que pelear cada palabra como si fuera un territorio conquistado. Si no llegan a estar Eleanor Roosevelt, Minerva Bernardino o Berta Lutz, hoy tendríamos un documento proclamando solemnemente que “todos los hombres” son iguales. Ellas obligaron a los diplomáticos a pronunciar “human beings” en vez de “men”, mientras firmaban leyes que las trataban como menores civiles. Imagina las caras de esos señores con bigote, acostumbrados a que «hombre» significara «universo», teniendo que admitir que quizá la otra mitad del planeta también contaba. El paripé más elegante de la modernidad: defender una igualdad de la que ellas mismas estaban excluidas.. «Por eso se aprobó: porque no obligaba a nada, porque permitía a cada país posar para la historia sin mover un milímetro de su legislación real». La Declaración no describía el mundo de 1948; lo dejaba completamente en evidencia. Era un espejo adelantado, una especie de manual de instrucciones de cómo debería funcionar la humanidad, redactado por Estados que ni practicaban lo que predicaban ni pensaban reformarlo. Por eso se aprobó: porque no obligaba a nada, porque permitía a cada país posar para la historia sin mover un milímetro de su legislación real. Era un poema ético para los que seguían aplicando la prosa rancia del privilegio.. Lo maravilloso es que funcionó. No en 1948; pero sí como horizonte moral, como el imán pegado en la nevera que dice “bebe más agua” mientras lo lees con resaca.. Y sigue ahí. Tal vez porque los grandes textos, como los grandes propósitos, no nacen de la obediencia, sino de la aspiración. No cuentan quiénes somos, sino quiénes querríamos ser si algún día nos atreviéramos. La Declaración Universal es exactamente eso: una promesa colectiva que nos sigue mirando desde arriba, recordándonos otra vez que deberíamos empezar el lunes.
La Declaración Universal de Derechos Humanos es exactamente eso: una promesa colectiva que nos sigue mirando desde arriba, recordándonos otra vez que deberíamos empezar el lunes
Hay días en los que la humanidad se mira al espejo y decide que va a cambiar. Lo hace con la misma determinación con la que uno anuncia en Nochevieja que este año sí dejará de fumar, empezará yoga o amortizará la cuota del gimnasio en lugar de ir solo a usar la sauna. El 10 de diciembre de 1948 fue exactamente eso: un planeta entero prometiéndose solemnemente que, a partir de entonces, todos los seres humanos serían libres e iguales. Un propósito de Año Nuevo con membrete diplomático.. Spoiler: en 1948 nadie se había leído los Derechos Humanos antes de firmar.. La gracia, tragicómica, es que ningún país que levantó la mano cumplía lo que acababa de aprobar (firmaron con una mano mientras cruzaban los dedos de la otra a la espalda). Ni uno. No había un solo Estado donde las mujeres gozaran de igualdad civil plena; ninguno donde los negros o los indígenas fueran ciudadanos con derechos equivalentes a los blancos; ninguno donde la orientación sexual no fuese delito o estigma. La ONU proclamó igualdad universal mientras la desigualdad estaba incrustada en las leyes, las costumbres y las instituciones de todos los firmantes, sin excepción. Fue un ejercicio global de optimismo performativo: el lunes empezamos la dieta, dicho con traje oscuro y protocolo.. En 1948, muchos Estados ya permitían votar a las mujeres, sí, pero votar no es sinónimo de igualdad. En Francia una mujer casada no obtuvo plena capacidad jurídica hasta 1965; en los Países Bajos, hasta 1956; en Italia, la patria potestad exclusiva del padre sobrevivió hasta 1975. En México, Colombia o Egipto, todos miembros, el sufragio femenino llegaría después. Y en varios países árabes firmantes, regían sistemas de tutela masculina que convertían la igualdad en un oxímoron jurídico. Básicamente, te reconocían el derecho a ser igual que tu marido, siempre y cuando él te diera permiso por escrito para serlo. El voto, cuando existía, era apenas una cortina de humo sobre una arquitectura legal que seguía tratándolas como menores de edad con estado civil.. «Francia, Reino Unido, Bélgica y Países Bajos administraban imperios coloniales cuyos habitantes no eran ciudadanos, sino súbditos». Mientras tanto, Estados Unidos aprobaba la igualdad universal con las leyes Jim Crow funcionando a pleno rendimiento: impuestos al voto para negros, tests de alfabetización imposibles, segregación en escuelas, autobuses, fuentes de agua y baños. Sudáfrica estrenaba el apartheid ese mismo año. Francia, Reino Unido, Bélgica y Países Bajos administraban imperios coloniales cuyos habitantes no eran ciudadanos, sino súbditos bajo regímenes de excepción. La homosexualidad era delito en buena parte del planeta, incluidos varios firmantes entusiastas.. Y aun así, todos rubricaron, con admirable entereza, que “todas las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Lo extraordinario, y lo más teatral, es que esa frase no existiría sin las pocas mujeres presentes en la sala, que tuvieron que pelear cada palabra como si fuera un territorio conquistado. Si no llegan a estar Eleanor Roosevelt, Minerva Bernardino o Berta Lutz, hoy tendríamos un documento proclamando solemnemente que “todos los hombres” son iguales. Ellas obligaron a los diplomáticos a pronunciar “human beings” en vez de “men”, mientras firmaban leyes que las trataban como menores civiles. Imagina las caras de esos señores con bigote, acostumbrados a que «hombre» significara «universo», teniendo que admitir que quizá la otra mitad del planeta también contaba. El paripé más elegante de la modernidad: defender una igualdad de la que ellas mismas estaban excluidas.. «Por eso se aprobó: porque no obligaba a nada, porque permitía a cada país posar para la historia sin mover un milímetro de su legislación real». La Declaración no describía el mundo de 1948; lo dejaba completamente en evidencia. Era un espejo adelantado, una especie de manual de instrucciones de cómo debería funcionar la humanidad, redactado por Estados que ni practicaban lo que predicaban ni pensaban reformarlo. Por eso se aprobó: porque no obligaba a nada, porque permitía a cada país posar para la historia sin mover un milímetro de su legislación real. Era un poema ético para los que seguían aplicando la prosa rancia del privilegio.. Lo maravilloso es que funcionó. No en 1948; pero sí como horizonte moral, como el imán pegado en la nevera que dice “bebe más agua” mientras lo lees con resaca.. Y sigue ahí. Tal vez porque los grandes textos, como los grandes propósitos, no nacen de la obediencia, sino de la aspiración. No cuentan quiénes somos, sino quiénes querríamos ser si algún día nos atreviéramos. La Declaración Universal es exactamente eso: una promesa colectiva que nos sigue mirando desde arriba, recordándonos otra vez que deberíamos empezar el lunes.
