La quinta temporada de «Emily en París» llega hoy a Netflix y arranca con el personaje de Lily Collins en la Ciudad Eterna
En 2020, con el mundo a medio gas por la pandemia de COVID, Netflix se hizo fuerte. En una sociedad necesitada de escapismo, la plataforma que mejor entiende este fenómeno no paró de lanzar productos con los que llenar esas horas de sofá. Si «Tiger King», «El último baile» o «Unorthodox» aprovecharon el filón de la primera ola, la más dura, en octubre llegó una de esas series que en seguida bordean ese género tan denostado como reivindicable de los «placeres culpables»: «Emily en París».. Lo de placer culpable lo digo con conocimiento de causa, porque la serie venía con el sello de Darren Star, su creador, y también el de uno de los mayores exponentes de este género como es «Sexo en Nueva York» (1998), así como de su secuela «And Just Like That…» (2021). En estas coordenadas —ciudad asociada al glamour + enredos sentimentales— se mueve «Emily en París», pasándolas además por una licuadora de looks imposibles, frases para meme y conflictos culturales de consumo rápido. El resultado fue un fenómeno tan discutido como adictivo: por un lado, fue y ha sido criticada por sus clichés y el París casi de fantasía que presentaba, pero por otro, también ha sido y es lo bastante consciente de su propia frivolidad como para convertir la polémica en motor de conversación. La serie nunca conectó con la audiencia por su sutileza, si no más bien por su falta de ella, por ofrecer, en un mundo algo gris y desangelado, una versión del mundo lo suficientemente «mamarracha» —en el menos peyorativo de los sentidos—.. En lo argumental, la cosa no engaña: Emily Cooper —Lily Collins, una «nepobaby» de primera, pues su padre es el mítico Phil Collins —, ejecutiva de marketing de Chicago con una sonrisa de anuncio y una capacidad asombrosa para meterse en charcos, es enviada a París para aportar su «visión americana» a la agencia Savoir, donde va a descubrir algo tan viejo como el choque cultural. A partir de ahí, el trabajo se va a mezclar con una vida personal cada vez más enredada: el triángulo inicial con Gabriel (Lucas Bravo) y Camille (Camille Razat), las constantes idas y venidas de otras parejas como Alfie (Lucien Laviscount), las amistades —sobre todo Mindy (Ashley Park)—, su jefa Sylvie (Philippine Leroy-Beaulieu), y un largo etcétera. Entre rupturas, reconciliaciones, cambios de lealtades en la oficina y un carrusel de consecuencias que la ficción finge que importan lo justo, las cuatro temporadas previas hacen lo que mejor saben: vender glamour con drama sentimental, y mantener la sensación de que, por mucho que Emily aprenda, París siempre tiene otro girito más.. La quinta temporada, cuyos diez episodios pueden verse desde hoy en Netflix, arranca camino de Roma. Emily ha cambiado la Ciudad del Amor por la de las Siete Colinas para hacerse responsable allí de la Agencia Grateau y entregarse a la «dolce vita» junto con Marcello (Eugenio Franceschini). Aunque no esté allí físicamente, la París que da nombre al título será una constante a lo largo de la temporada, personificada en un Gabriel que actúa como constante recordatorio para el personaje de Collins. Sin embargo, la promesa de «borrón y cuenta nueva» dura lo que tarda Emily en abrir el portátil: dirigir la oficina italiana no es un Erasmus de lujo, y u na decisión laboral mal calibra activa un efecto dominó que empieza a contaminarlo todo —la relación con Marcello, la confianza con los suyos y la idea de que, por cambiar de ciudad, cambias de vida—. El propio choque cultural también se recicla, y ya no es solo la americana contra el refinamiento francés, sino el propio ecosistema Grateau intentando funcionar en otro país, con Sylvie jugando al control remoto desde París (y a veces no tan remoto) y el resto del equipo orbitando entre la lealtad y el oportunismo.. La sensación es que «Emily en París» —porque aunque nos lleve de tour por Roma y Venecia, la capital francesa sigue siendo el centro gravitacional— intenta crecer sin dejar de ser ella misma, dando más más continuidad a la trama, más consecuencias (hasta donde esta serie entiende las consecuencias), unos personajes con algo más de grieta bajo el glamour y un tono deliberadamente más sexy, más cercano al ADN de «Sexo en Nueva York». Como siempre, la gracia es que no lo disfraza de prestigio: presume de su frivolidad y la usa para hablar, a su manera, claro, de vulnerabilidad y de lo difícil que es madurar cuando tu trabajo consiste en vender una versión perfecta de la vida.
En 2020, con el mundo a medio gas por la pandemia de COVID, Netflix se hizo fuerte. En una sociedad necesitada de escapismo, la plataforma que mejor entiende este fenómeno no paró de lanzar productos con los que llenar esas horas de sofá. Si «Tiger King», «El último baile» o «Unorthodox» aprovecharon el filón de la primera ola, la más dura, en octubre llegó una de esas series que en seguida bordean ese género tan denostado como reivindicable de los «placeres culpables»: «Emily en París».. Lo de placer culpable lo digo con conocimiento de causa, porque la serie venía con el sello de Darren Star, su creador, y también el de uno de los mayores exponentes de este género como es «Sexo en Nueva York» (1998), así como de su secuela «And Just Like That…» (2021). En estas coordenadas —ciudad asociada al glamour + enredos sentimentales— se mueve «Emily en París», pasándolas además por una licuadora de looks imposibles, frases para meme y conflictos culturales de consumo rápido. El resultado fue un fenómeno tan discutido como adictivo: por un lado, fue y ha sido criticada por sus clichés y el París casi de fantasía que presentaba, pero por otro, también ha sido y es lo bastante consciente de su propia frivolidad como para convertir la polémica en motor de conversación. La serie nunca conectó con la audiencia por su sutileza, si no más bien por su falta de ella, por ofrecer, en un mundo algo gris y desangelado, una versión del mundo lo suficientemente «mamarracha» —en el menos peyorativo de los sentidos—.. En lo argumental, la cosa no engaña: Emily Cooper —Lily Collins, una «nepobaby» de primera, pues su padre es el mítico Phil Collins —, ejecutiva de marketing de Chicago con una sonrisa de anuncio y una capacidad asombrosa para meterse en charcos, es enviada a París para aportar su «visión americana» a la agencia Savoir, donde va a descubrir algo tan viejo como el choque cultural. A partir de ahí, el trabajo se va a mezclar con una vida personal cada vez más enredada: el triángulo inicial con Gabriel (Lucas Bravo) y Camille (Camille Razat), las constantes idas y venidas de otras parejas como Alfie (Lucien Laviscount), las amistades —sobre todo Mindy (Ashley Park)—, su jefa Sylvie (Philippine Leroy-Beaulieu), y un largo etcétera. Entre rupturas, reconciliaciones, cambios de lealtades en la oficina y un carrusel de consecuencias que la ficción finge que importan lo justo, las cuatro temporadas previas hacen lo que mejor saben: vender glamour con drama sentimental, y mantener la sensación de que, por mucho que Emily aprenda, París siempre tiene otro girito más.. La quinta temporada, cuyos diez episodios pueden verse desde hoy en Netflix, arranca camino de Roma. Emily ha cambiado la Ciudad del Amor por la de las Siete Colinas para hacerse responsable allí de la Agencia Grateau y entregarse a la «dolce vita» junto con Marcello (Eugenio Franceschini). Aunque no esté allí físicamente, la París que da nombre al título será una constante a lo largo de la temporada, personificada en un Gabriel que actúa como constante recordatorio para el personaje de Collins. Sin embargo, la promesa de «borrón y cuenta nueva» dura lo que tarda Emily en abrir el portátil: dirigir la oficina italiana no es un Erasmus de lujo, y u na decisión laboral mal calibra activa un efecto dominó que empieza a contaminarlo todo —la relación con Marcello, la confianza con los suyos y la idea de que, por cambiar de ciudad, cambias de vida—. El propio choque cultural también se recicla, y ya no es solo la americana contra el refinamiento francés, sino el propio ecosistema Grateau intentando funcionar en otro país, con Sylvie jugando al control remoto desde París (y a veces no tan remoto) y el resto del equipo orbitando entre la lealtad y el oportunismo.. La sensación es que «Emily en París» —porque aunque nos lleve de tour por Roma y Venecia, la capital francesa sigue siendo el centro gravitacional— intenta crecer sin dejar de ser ella misma, dando más más continuidad a la trama, más consecuencias (hasta donde esta serie entiende las consecuencias), unos personajes con algo más de grieta bajo el glamour y un tono deliberadamente más sexy, más cercano al ADN de «Sexo en Nueva York». Como siempre, la gracia es que no lo disfraza de prestigio: presume de su frivolidad y la usa para hablar, a su manera, claro, de vulnerabilidad y de lo difícil que es madurar cuando tu trabajo consiste en vender una versión perfecta de la vida.
