Las opiniones que he leído o escuchado acerca de «Reconciliación», el libro de memorias del Rey Juan Carlos, han sido en general negativas, sobre todo con el argumento de que, como al autor le recomendó su padre, los reyes no deben adentrarse en tales aventuras. Y luego están los detalles sobre tal o cual acontecimiento, casi siempre con razón porque don Juan Carlos ha escrito apelando a sus recuerdos sin poder consultar, desde Abu Dabi, su archivo documental –que seguramente acumula polvo en algún sótano de La Zarzuela–. Pero a mí no es esto lo que más me interesa y, desde luego, me parece muy positivo el intento del Rey emérito, aunque en algunos aspectos pueda haber resultado fallido. Me atrae porque, a veces explícitamente y otras entre recovecos más o menos triviales, estas memorias reflejan el perfil humano más íntimo del personaje, sus creencias, sus aspiraciones y también sus olvidos. Don Juan Carlos se confiesa un niño perdido entre los trasiegos del exilio por Roma, Friburgo y Estoril, que muy tempranamente fue apartado de su familia para residir de prestado en España bajo la tutela de Franco. Sin casa propia, sin el amparo de un padre que se adivina rigorista y en cierta medida lejano, este hombre se formó para ser erigido en rey con un horizonte incierto, sabedor de que su legitimidad para ocupar el trono era una mezcla de derecho histórico instaurado –no restaurado, pues ese le correspondía a su progenitor– y de voluntad del dictador, sólo activada plenamente a su muerte. Y así, transitó por su juventud teniendo poco o nada que hacer, paseándose por España para darse a conocer. Sostiene que tenía un proyecto de democratización del país, incluso avalado por Franco, aunque me temo que esto será lo más discutido por los historiadores. Se reivindica así como artífice de la Transición y de su corolario constitucional, pero es poco novedoso sobre los entresijos del proceso y sobre el reparto de papeles entre los actores que allí actuaron. Y, aunque deja retazos de arrepentimiento sobre su vida licenciosa –la que forjó su desprestigio–, apenas expone nada sobre este asunto. Una pena porque el morbo también es biografía del personaje.
Me atrae porque, a veces explícitamente y otras entre recovecos más o menos triviales, estas memorias reflejan el perfil humano más íntimo del personaje, sus creencias, sus aspiraciones y también sus olvidos
Las opiniones que he leído o escuchado acerca de «Reconciliación», el libro de memorias del Rey Juan Carlos, han sido en general negativas, sobre todo con el argumento de que, como al autor le recomendó su padre, los reyes no deben adentrarse en tales aventuras. Y luego están los detalles sobre tal o cual acontecimiento, casi siempre con razón porque don Juan Carlos ha escrito apelando a sus recuerdos sin poder consultar, desde Abu Dabi, su archivo documental –que seguramente acumula polvo en algún sótano de La Zarzuela–. Pero a mí no es esto lo que más me interesa y, desde luego, me parece muy positivo el intento del Rey emérito, aunque en algunos aspectos pueda haber resultado fallido. Me atrae porque, a veces explícitamente y otras entre recovecos más o menos triviales, estas memorias reflejan el perfil humano más íntimo del personaje, sus creencias, sus aspiraciones y también sus olvidos. Don Juan Carlos se confiesa un niño perdido entre los trasiegos del exilio por Roma, Friburgo y Estoril, que muy tempranamente fue apartado de su familia para residir de prestado en España bajo la tutela de Franco. Sin casa propia, sin el amparo de un padre que se adivina rigorista y en cierta medida lejano, este hombre se formó para ser erigido en rey con un horizonte incierto, sabedor de que su legitimidad para ocupar el trono era una mezcla de derecho histórico instaurado –no restaurado, pues ese le correspondía a su progenitor– y de voluntad del dictador, sólo activada plenamente a su muerte. Y así, transitó por su juventud teniendo poco o nada que hacer, paseándose por España para darse a conocer. Sostiene que tenía un proyecto de democratización del país, incluso avalado por Franco, aunque me temo que esto será lo más discutido por los historiadores. Se reivindica así como artífice de la Transición y de su corolario constitucional, pero es poco novedoso sobre los entresijos del proceso y sobre el reparto de papeles entre los actores que allí actuaron. Y, aunque deja retazos de arrepentimiento sobre su vida licenciosa –la que forjó su desprestigio–, apenas expone nada sobre este asunto. Una pena porque el morbo también es biografía del personaje.
