Se nos anunció con violines y trompetas de ministerio (como la obra de Santiago Moncada) y también con redoble de subsecretaría: el Año de Franco iba a cerrar con broche de oro, memoria en alta definición y una pedagogía tan solemne que haría cuadrar los marcos de los cuadros. Había presupuesto tan abultado como el gordo de Navidad y un elenco de altos funcionarios capaces de inaugurar hasta un ascensor con épica constitucional. Y, sin embargo, llegó diciembre y el eco no apareció. El año se fue como se van los globos cuando se les escapa el nudo: en silencio, con una dignidad ligeramente desinflada. No es que no hubiera actos. Hubo comisiones, subcomisiones y mesas con mantel institucional; hubo presentaciones con PowerPoint de tipografía grave; hubo discursos que empezaban con “conviene recordar” y terminaban con “queda mucho por hacer”. Todo lo que exige el protocolo estuvo allí, firme como una silla de terciopelo. Lo que faltó fue público, conversación, esa cosa imprevisible que no cabe en el BOE: la resonancia.. Tal vez el problema fue de tono. La memoria, cuando se declama como salmo administrativo, corre el riesgo de sonar a megafonía de estación vacía. O quizá fue de calendario: competir con la vida cotidiana es una batalla perdida, y más cuando la gente anda ocupada en sobrevivir al precio del aceite y al algoritmo. El Año aspiraba a ser espejo y acabó siendo vitrina: muy bien iluminada, muy bien custodiada, pero con huellas de dedos solo por dentro. También pudo influir el exceso de diligencia: cuando hay demasiadas manos, el timón se convierte en rotonda. El barco avanza, sí, pero describiendo círculos tan perfectos que marean. A fuerza de cautela, se le quitó filo a la conversación; a fuerza de solemnidad, se le quitó pulso. Y así, lo que pretendía interpelar acabó informando, que es una forma muy respetable de no molestar a nadie.. El presupuesto, ¡ay!, el presupuesto. Siempre el presupuesto, ese primo rico al que se invita para que la fiesta parezca importante. Se gastó con orden, con factura y con la satisfacción íntima de quien cumple. Pero el dinero, como el confeti, no garantiza que alguien mire al cielo. La pedagogía cívica no funciona por acumulación de euros, sino por fricción de ideas; y la fricción, ya se sabe, hace ruido. Al final, el balance es paradójico: se hizo mucho para que se hablara poco. El Año cerró con informes impecables y con un silencio educado, de esos que no protestan. No hubo escándalo —ni falta que hizo—, pero tampoco conversación. Y una memoria que no conversa se queda en álbum, no en relato.. Queda la lección, si alguien quiere recogerla con guantes menos blancos: la historia no se programa como un ciclo de conferencias ni se difunde por decreto. Necesita voces diversas, incluso disonantes; necesita menos atril y más plaza. Quizá el próximo aniversario entienda que, para que algo resuene, hay que arriesgar un poco el tono, aceptar la incomodidad y confiar en que la ciudadanía no es un público cautivo, sino un interlocutor. Digamos que fue una obra correcta con crítica amable y sala semivacía. Esto es lo que queda como epílogo del Año de Franco.. CODA. Veo una foto obscena en la cual un boxeador o algo así llamado Jake Paul aparece sentado en su lujoso jet rodeado de fajos de billetes de dólar. En el respaldo y en los reposabrazos de cada butaca, mantas de Hermés. Al finalizar el texto que ilustra la imagen, el comentario de un lector: ¡A lo que ha llegado Hermés; clientes de la calaña de este individuo! Me quedo con la instantánea de la Princesa Leonor en su primer vuelo en solitario.
El Año aspiraba a ser espejo y acabó siendo vitrina: muy bien iluminada, muy bien custodiada, pero con huellas de dedos solo por dentro
Se nos anunció con violines y trompetas de ministerio (como la obra de Santiago Moncada) y también con redoble de subsecretaría: el Año de Franco iba a cerrar con broche de oro, memoria en alta definición y una pedagogía tan solemne que haría cuadrar los marcos de los cuadros. Había presupuesto tan abultado como el gordo de Navidad y un elenco de altos funcionarios capaces de inaugurar hasta un ascensor con épica constitucional. Y, sin embargo, llegó diciembre y el eco no apareció. El año se fue como se van los globos cuando se les escapa el nudo: en silencio, con una dignidad ligeramente desinflada. No es que no hubiera actos. Hubo comisiones, subcomisiones y mesas con mantel institucional; hubo presentaciones con PowerPoint de tipografía grave; hubo discursos que empezaban con “conviene recordar” y terminaban con “queda mucho por hacer”. Todo lo que exige el protocolo estuvo allí, firme como una silla de terciopelo. Lo que faltó fue público, conversación, esa cosa imprevisible que no cabe en el BOE: la resonancia.. Tal vez el problema fue de tono. La memoria, cuando se declama como salmo administrativo, corre el riesgo de sonar a megafonía de estación vacía. O quizá fue de calendario: competir con la vida cotidiana es una batalla perdida, y más cuando la gente anda ocupada en sobrevivir al precio del aceite y al algoritmo. El Año aspiraba a ser espejo y acabó siendo vitrina: muy bien iluminada, muy bien custodiada, pero con huellas de dedos solo por dentro. También pudo influir el exceso de diligencia: cuando hay demasiadas manos, el timón se convierte en rotonda. El barco avanza, sí, pero describiendo círculos tan perfectos que marean. A fuerza de cautela, se le quitó filo a la conversación; a fuerza de solemnidad, se le quitó pulso. Y así, lo que pretendía interpelar acabó informando, que es una forma muy respetable de no molestar a nadie.. El presupuesto, ¡ay!, el presupuesto. Siempre el presupuesto, ese primo rico al que se invita para que la fiesta parezca importante. Se gastó con orden, con factura y con la satisfacción íntima de quien cumple. Pero el dinero, como el confeti, no garantiza que alguien mire al cielo. La pedagogía cívica no funciona por acumulación de euros, sino por fricción de ideas; y la fricción, ya se sabe, hace ruido. Al final, el balance es paradójico: se hizo mucho para que se hablara poco. El Año cerró con informes impecables y con un silencio educado, de esos que no protestan. No hubo escándalo —ni falta que hizo—, pero tampoco conversación. Y una memoria que no conversa se queda en álbum, no en relato.. Queda la lección, si alguien quiere recogerla con guantes menos blancos: la historia no se programa como un ciclo de conferencias ni se difunde por decreto. Necesita voces diversas, incluso disonantes; necesita menos atril y más plaza. Quizá el próximo aniversario entienda que, para que algo resuene, hay que arriesgar un poco el tono, aceptar la incomodidad y confiar en que la ciudadanía no es un público cautivo, sino un interlocutor. Digamos que fue una obra correcta con crítica amable y sala semivacía. Esto es lo que queda como epílogo del Año de Franco.. CODA. Veo una foto obscena en la cual un boxeador o algo así llamado Jake Paul aparece sentado en su lujoso jet rodeado de fajos de billetes de dólar. En el respaldo y en los reposabrazos de cada butaca, mantas de Hermés. Al finalizar el texto que ilustra la imagen, el comentario de un lector: ¡A lo que ha llegado Hermés; clientes de la calaña de este individuo! Me quedo con la instantánea de la Princesa Leonor en su primer vuelo en solitario.
